La fulanita y la menganita
En fin, sin darnos cuenta las comparaciones son parte de nuestra vida diaria.
Como
dice el Himno Nacional, ¡ay de aquél que con ciega locura!... se atreva a comparar
nuestra sazón con la sazón de su mamá, de la fulanita o zutanita porque puede
desencadenar la furia de los dioses.
En literatura hay
muchos recursos increíblemente enriquecedores que nos ayudan a percibir los
escenarios de manera más atractiva y hasta romántica. Por ejemplo, el símil
permite comparar las cosas para que suenen mejor. De ahí las frases como duerme
como un bebé o temblaba como gelatina.
Por su lado, la metáfora consiste en nombrar un
término real con uno imaginario, entre los cuales existe una relación de
semejanza. Las disfrutamos mucho cuando nos están enamorando y nos dicen ¡tu
voz es música para mis oídos, en lugar de solo decir tu voz me gusta. Con el
tiempo los piropos se transforman un poco. Ahora nos sugieren visitar el salón
para cubrir los hilos de plata que adornan nuestro rostro para referirse a que
vayamos teñir las canas o nos califiquen de fieras, para expresar nuestro mal
genio.
En fin, sin darnos cuenta las comparaciones son
parte de nuestra vida diaria y aunque indudablemente enriquecen un texto o un
mensaje escrito, en nuestro entorno cotidiano y relaciones interpersonales
tienen un efecto totalmente contrario, son dañinas e inútiles.
Por ejemplo, la comparación de nuestra sazón con la
sazón de la suegra, más que un recurso enriquecedor, puede convertirse en una
bomba cuando se oye con frecuencia. ¡Ni se le ocurra compararnos con la mamá de
sus hijos o nosotras comparar al esposo con el ex! Esos son comparaciones
peligrosas.
Aunque vengamos de hogares donde nos recordaban que
era importante imitar las cualidades de la hermana mayor o la menor que llevaba
buenas notas, no es fácil asimilarlas sin importar la edad que tengamos hoy.
Y por muy dolorosas que hayan sido las
comparaciones con las que crecimos, es probable que las llevamos a nuestro
hogar y sin darnos cuenta las replicamos. Hoy somos nosotras las que comparan a
los hijos, a la pareja y hasta lo que tenemos o lo que nos falta en el hogar.
Sí, con los hijos, a pesar de reconocer que cada
uno es diferente y con su propia personalidad queremos que uno haga lo que hace
el otro, que estudie de la forma que lo hace la fulanita o que se distinga como
el zutanito.
Ni qué decir de las comparaciones que hacemos con
el resto de la familia. El esposo de mi hermana le regaló tal o cual cosa.
Deberías de ver la pérgola de los vecinos de enfrente, les quedó mejor que la
nuestra. El carro que anda la fulanita, el viaje de la menganita…
Esas frases nada literarias son dañinas en todos
los círculos, tanto para la persona a quien se dirigen como para quien las
expresa o vomita –según el caso–, porque son producto de pensamientos que
están enraizados en el corazón. Estas comparaciones dicen más de lo que hay en
el corazón de lo que parecen, al final son un reflejo.
Tu esposo, tus hijos o tus hermanas no están
viviendo en tus zapatos y tú tampoco sabes lo que otros hacen para alcanzar sus
logros. Así que no te compares. Reconoce tu individualidad, acéptala y trabaja
con lo que tienes.
Deja de envidiar y criticar todo lo que está fuera
de tus manos. Evalúa la raíz de esa crítica o esa comparación. Si llegas a la
raíz puede que encuentres dónde inicia el problema. Ponte el traje de jardinera
y poda lo que tengas que podar, arranca la cizaña que no es más que un vicio
que se mezcla entre las buenas acciones y costumbres.
¡No te compares! Siempre habrá muchas personas en
mejores condiciones que tú y muchas otras en condiciones menos favorables que
las tuyas. Reflexiona sobre quién eres y si tu recorrido por la vida te ha
hecho corromper tu esencia, encuéntrate de nuevo para vuelvas a empezar con la
visión correcta.
Es difícil vivir con una fiera como madre, esposa y
hasta como vecina, así que evita ser una de ellas, sana tu corazón y trabaja en
tus pensamientos.
Por: Marly Leonzo De Armas –
Vía: #Relato
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